martes, 22 de mayo de 2007

Motocicletas, vacaciones, otoño

Caminaba de noche por la calle. Llegando por fin a su casa, comenzó a pensar en la posibilidad de planificar su vida implacablemente a través de decisiones tan determinantes que lograran impedir cualquier desvío. Cambiaría sus hábitos, pondría atención a cada detalle a fines de llevar a cabo algún objetivo final que, por supuesto, aún no tenía muy en claro. Esto pensaba mientras caminaba de noche por la calle, llegando por fin a su casa. Se le ocurrió entonces la posibilidad de que algo terrible le sucediera a la vuelta de la esquina próxima. Pensó en lo paradójico de que un hombre fuera caminando de noche por la calle, llegando por fin a su casa, tomando serias decisiones sobre su propio devenir y que de pronto algo fatal, inevitable, más allá de toda elección posible, le ocurriese. Pensó que sería una buena idea y que apenas llegara a su casa, la escribiría. También pensó que todavía estaba a tiempo de ocurrirle a él mismo eso que imaginaba.

La última cuadra se debatió entre la curiosidad y el miedo. Cuanto más se acercaba a su casa, más expectativa le generaba el hecho de que pudiera haber un asesino esperándolo en la puerta. Alcanzó a decirse que sería absurdo encontrarse con un asesino en el umbral de su casa inmediatamente después de considerar la posibilidad de encontrarse con un asesino en el umbral de su casa. Además, se lamentó, si alguien lo asesinaba en ese momento, jamás llegaría a escribir la buena idea que se le había ocurrido mientras caminaba de noche por la calle, llegando por fin a su casa. Nada ocurriría, se dijo. Llegaría a su casa, se sumiría en la cotidianidad de calentar la comida, sentarse frente al televisor y nunca jamás llegaría a escribir nada, pero no sólo esta breve idea que ya casi le parecía vieja, sino que jamás sería capaz de llegar a escribir nada trascendente para nadie. Se preguntó si alguna persona en el mundo alguna vez se había interesado siquiera un poco por algo que él hubiera escrito. Se respondió que no, y esa crueldad sincera para consigo mismo le dio bronca, y decidió que, de allí en adelante, cambiaría toda su vida. Se mudaría de barrio, dejaría de frecuentar a sus amigos, se abocaría a leer y a escribir hasta convertirse en un gran literato. Comenzaría por buscar un departamento con buena luz, le gustaba la luz de la mañana para escribir, luego conseguiría un tocadiscos para escuchar viejos vinilos de jazz, tendría un gato y algunos cuadros originales, no para ostentar, sino como fuente de inspiración. No recibiría muchas visitas, sólo algunos amigos escritores irían de vez en cuando para discutir acerca de literatura, el les diría que aún no podrían leer lo que estaba escribiendo, que sólo una vez que terminara podrían leer aquello que estaba escribiendo, que aún no había terminado, cuando se dio cuenta de que aún cabía la remotísima posibilidad de que realmente hubiese un asesino esperándolo en la puerta de su casa y de que su primera idea podría realmente llegar a cumplirse y de que él realmente podía ser el gran planificador sorprendido por lo inesperado e inevitable. Definitivamente, pensó, todo esto era digno de ser escrito.

Sin embargo, nunca llegó a hacerlo, nunca llegó a escribir su idea. A decir verdad, nunca acabó de llegar a su casa, y eso que le faltaban tan solo unos pocos pasos. El hombre agazapado en la oscuridad dio un paso al frente y, sin mayores sutilezas dramáticas, hundió burdamente el filo en su estómago. Burdamente, sin nada de gracia. No perdimos gran cosa, pero realmente es una lástima que nuestro amigo no haya llegado a escribir su buena idea. No es que fuera genial, pero no están los tiempos como para andar desperdiciando ocurrencias, por simples o absurdas que parezcan. Una lástima.

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