sábado, 23 de febrero de 2008

Seis

Todo comenzó como un encuentro casual, un ribete simpático, un guiño del azar, hasta convertirse en una obtusa obsesión a medida que los acontecimientos, esos que suponemos forman parte de nuestra vida, se iban sucediendo con más y más frecuencia. Una relectura aquí, una nómina de clientes allá, un encuentro del plano sensorial y otro anclado entre la memoria y la coherencia; la ya pisoteada idea de que todo ha de conectarse con todo a través de hilos no necesariamente causales, pero que engendran en aquellas relaciones que trazan un sentido que trasciende los acontecimientos simples.
Había leído hacía tiempo sobre las investigaciones desarrolladas en la prestigiosa universidad, sobre la hipótesis de un húngaro que al parecer lo había plasmado sobre las letras fantásticas, clamando porque alguien lo tomara e hiciera con eso algo científico, y había tenido éxito. “We are each only five to seven people away from any target in the world.” De manera que se encontraba a seis pasos de cualquier ser en este mundo. Otro fiel a la teoría lo había probado enviando una carta a un destinatario de quien solo conocía su nombre y su ocupación, a algún conocido que él pensara que podía conectarlo con ese destinatario Ene, adjuntándole las instrucciones (él debía proceder de la misma manera) y una nota al destinatario final “Si usted es el señor N por favor contáctese conmigo para ratificar o refutar mis estudios.” Un alto porcentaje de las cartas había llegado a su destinatario a través de seis intermediarios. Su vida se convirtió entonces en un intento constante de prueba, un legado aún más claro e irrefutable de este mandato. Y pensó, por aquélla obsesión que lo había atrapado, que no solo las personas, sino los hechos que cada una recortara del resto de su vida, se unían a cualquier otro hecho, como máximo, con seis intermediarios. En un primer momento cualquier observador distraído y petulante podría afirmar que esto no es poco improbable, y que de hecho es hasta factible; pero que no es verificable ya que todo terminaría en una maraña de acontecimientos y seres unidos sólo por ser personas y hechos. Sin embargo, no perdía las esperanzas; intentaría probar la carencia de azar en el hecho de que el momento en que alguien supuso que anotar todos sus sueños en un cuaderno, cada mañana sin falta, se unía a través de (máximo) seis acontecimientos con el de que otra persona estuviese leyendo acerca de la interpretación psicoanalítica de los sueños en ese preciso instante. O que la pérdida de una cosecha de un campesino por una tempestad estaba unida a la composición de una sinfonía evaluada por un crítico musical como “tormentosa”. Olvidarse del azar, salir del cómodo asiento en donde la causa de las relaciones no tiene importancia, sólo porque consideramos que no hay un sentido engendrado, que la imposibilidad de abarcar cada hecho y cada ser humano en la historia es prueba suficiente para reconocer que las recurrencias aquí y allá son azarosas.
De los noventa y tres tomos encontrados en el sótano de la casa que habitaba en aquellos días, uno ha sido quemado por negligencia y el hecho de que haya sido el nonagésimo tercero está indiscutiblemente conectado con que el incendio fue causa de la destrucción casi completa de la propiedad, que había sido de mi abuelo paterno en años de la posguerra, en la que él había sido general tercero de la guardia de infantería y que una vez retirado haya comenzado a creer más en las letras que en las armas y por ello abrir una librería con la pensión de ex combatiente. Esa librería está hoy en pie, casi olvidada por los estudiantes que solían transitar todo el tiempo por allí, entre ellos, Stanley Milgram, quien obstinadamente anota todos sus sueños en un cuadernito rojo, mientras yo preparo mi clase sobre la “Interpretación de los sueños” en la universidad de Toulouse.

domingo, 17 de febrero de 2008

DIEZ

(una serie de cuentos cortísimos que lleven números por título; el número guarda algún tipo de relación con el relato)

Puestos a escribir una historia cualquiera, no hay motivo para no escribir la historia del reencuentro entre Camilo y Andrea, veinte años después de la primera vez que se vieron. Andrea vivía en Buenos Aires desde siempre. Camilo viajaba de lunes a viernes desde la casa de sus padres, en Ituzaingó, hacia la oficina donde trabajaba, en el centro de la ciudad. Camilo salió de la boca de la estación Lima del subte A, cruzó Avenida de Mayo y entró en un kiosco a comprar cigarrillos. Primero pensó que era ella y luego se dijo que no. Cuando por fin la vio pasar a su lado hablando por teléfono, estuvo seguro de que a ninguna otra podía pertenecer esa risita nerviosa. Pagó los cigarrillos, salió a la calle y comenzó a seguirla a una distancia prudencial. A lo largo de tres cuadras, pudo apreciar las sutilezas de su cuerpo. La seguía del mismo modo en que lo había hecho diez años atrás, adivinando en cada paso detalles de la vida de Andrea. Su cuerpo le parecía aún más hermoso que en aquel entonces. Sus movimientos eran seguros, decididos. No había nada en Andrea de aquella fragilidad que, diez años antes, tanto le había gustado a Camilo.

Como representando un papel escrito una década atrás, Camilo apuró el paso. Andrea continuaba hablando por teléfono. Estaban a menos de un metro cuando ella dobló en la calle Piedras. Él se adelantó, le acarició el pelo fugazmente, como la primera vez, y Andrea se dio vuelta con violencia. Dejó caer el teléfono celular, que se desarmó en tres partes sobre la vereda recién baldeada. En la expresión de su rostro se debatían la determinación del presente y la inocencia del pasado, que pronto dejaron lugar a un horror que había permanecido dormido durante mucho tiempo. Diez años antes, la ciudad estaba desierta. Hoy, en cambio, estaba colmada de transeúntes. Sin embargo, Andrea volvió a sentir la misma soledad que aquella noche.

A partir de ahora se narra desde ella. Se resuelve en un párrafo más. Ella reconstruye la violación que tuvo lugar diez años atrás y las veces que pensó cómo sería el reencuentro con el violador Lo enfrenta. Camilo termina huyendo cobardemente. Andrea recupera algo que le habían quitado.