Años habían transcurrido desde la dulzura, los caramelos, las noches de fogata y los juegos improvisados en el jardín, siempre en bicicleta, con el contacto humano de mis brazos alrededor de tu cintura para no caerme, siempre la bicicleta como símbolo de la cercanía que el automóvil de mis padres anulaba, uno detrás de los otros, de espaldas, entre chapas y vidrios, con la radio a bajo volumen y las charlas templadas para no molestar a mi padre que manejaba tranquilo, mirando hacia donde debía mirar. Y vos no, vos ibas y venías en bicicleta, escuchabas los partidos de River después de los asados que hacías los domingos, te apasionaba el fútbol, pero no gritabas, no eras uno de esos que van a la cancha, sino uno de esos que se sienta solo, al lado de una radio y con un Benson entre los dedos, atento al partido. Quizás de vos aprendí la pasión por lo insignificante. El cariño, el amor que había entre ustedes era el día, el verde, las peleas en broma, la complicidad, la alegría que yo veía de chica, que yo envidiaba de niña, que me sentía en la noche de la frialdad y la falta de bicicletas, de fogatas y de pasiones, la falta del insignificante fútbol. Y siempre perduró eso en mí, asociando verde con amor eterno e imperturbable y frío con automóviles, chapas y vidrios, esperando alguna noche para ir a dormir a tu casa, creyéndola una especie de dulce respiro de la mía y, sin embargo, esa noche de lluvia quise volverme a toda costa, no quería quedarme más ahí y no recuerdo las razones, sí te recuerdo a vos, obedeciendo mi capricho, cargándome en la bicicleta y haciendo las dos cuadras que separaban mi casa de la tuya bajo un intenso chaparrón. Quise volverme al frío, al automóvil.
Y dos o tres años más tarde lo entiendo, lo digiero, habías muerto. Nadie supo nunca bien por qué y nadie quizás lo sabrá, aunque todos lo sospechamos, nunca fue algo prohibido o tabú porque nunca se calló, siempre de costado, merodeando en las charlas, en otra época no te metas en las conversaciones de los mayores y luego fui entendiendo, la bebida, esa parada inexplicable en un hospital aquella vez que nos fuimos todos de paseo, claro, habías tomado demasiado y no podías mantenerte en pie, y tu bicicleta frente al bar todas las tardes, mientras tu mujer, la amiga de mi madre, trabajaba en su casa creyendo que te amaba con locura y que el día que murieras iban a morir los dos juntos, enterrados en un mismo cajón porque ni la muerte podría separarlos, pero ya ves que no fue así, ya ves que ella sigue viva y sin remedio. Ya entiendo que el verde, la felicidad de ustedes dos, la caricia, el caramelo, mi segunda mamá o mi segundo papá, el amor de mi madrina por vos se ahogaba desesperadamente en un vaso de ginebra cada vez que yo anhelaba esa felicidad y que ella simulaba no ver, no reconocer aunque no pudieras mantener el equilibrio sobre la bicicleta.