jueves, 24 de mayo de 2007

El Mutista de Hurlingham

Érase una vez un pueblito muy pintoresco llamado Hurlingham. Allí se vivía bien, se comía bien y se hacía mucho el amor. No obstante esto último, los felices habitantes de Hurlingham sabían de métodos anticonceptivos, por lo tanto no había esa típica proliferación de niños descalzos y hambrientos que caracteriza a los países en vías de nunca jamás desarrollarse. La gente no trabajaba porque habían delegado toda actividad indeseada en las máquinas. Las máquinas eran unas cosas gigantescas que producían cualquier cosa que los habitantes de Hurlingham necesitaran. Las máquinas eran tan perfectas que, de no haber existido, las podríamos considerar utópicas.

Ahora bien, en medio de tanta felicidad, los habitantes de Hurlingham tenían un gran problema: las máquinas que tanta dicha aportaban, también hacían mucho, muchísimo ruido. Cuando un habitante de Hurlingham viajaba al exterior y quería describir el ruido que hacían las máquinas de su pueblo, decía que hacían tanto ruido como dos elefantes riñendo dentro de una nuez. Por lo general, los extranjeros no le creían, pero se hacían una buena idea del ruido de las máquinas, razón por la que casi nadie visitaba Hurlingham, como no fuera estrictamente necesario.

El hecho de tener pocas visitas no perturbaba a los habitantes de Hurlingham, que sólo recordaban esta cuestión en los breves intervalos de la cama al comedor. Las personas que vivían en casas con pasillos largos tendían, obviamente, a preocuparse más por el asunto que las que habitaban casas con la cocina contigua al cuarto.

Fue un hombre llamado Humberto Sinhache quien un buen día decidió que había que hacer algo para que los extranjeros fueran de visita a Hurlingham. Humberto Sinhache vivía en una casa con un pasillo muy largo. Además, su esposa lo había abandonado hacía algunos meses.

Un buen día, llegó a Hurlingham un hombre que se hacía llamar “el Mutista”, aunque nadie le hacía mucho caso y todos preferían llamarlo Perón. Perón golpeó la puerta de la casa de Humberto Sinhache sin que nadie respondiera. Finalmente, Humberto Sinhache salió a comprar el pan y se encontró con Perón golpeando la puerta de su casa. Le explicó que en Hurlingham no se golpeaban las puertas porque nadie escuchaba los golpes a causa del ruido de las máquinas. Entonces, Perón dijo:

-Yo tengo la solución. Soy capaz de silenciar el ruido de estas horribles máquinas.

-¿En serio? –preguntó, incrédulo, Humberto Sinhache.

-Sí –respondió, tajante, Perón.

Al cabo de algunos párrafos, el autor se dio cuenta de que si seguía escribiendo a este ritmo, no terminaría nunca este bello relato, de modo que decidió esbozar el nudo y desenlace de la historia y retirarse a sus lóbregos aposentos, entonces.

Resulta ser que el tal Perón consigue apagar el ruido de las máquinas, pero la gente de Hurlingham decide no pagarle nada por razones ideológicas. Ellos decían que su trabajo sería poco digno si recibiera una paga por él. A Perón esto le importaba un pepino. Así fue que Perón decidió enmudecer a todo el Pueblo de Hurlingham, que desde el día de entonces vive sin emitir una sola palabra. Por supuesto, este hecho aumentó la xenofobia de los habitantes de Hurlingham y, además, el odio que éstos ya desde siempre tenían hacia Humberto Sinhache. De más está decir que, si había alguna posibilidad de que la esposa de Humberto Sinhache volviera con él, este lamentable asunto la echó por tierra. De hecho, se cuenta por ahí que la esposa de Humberto Sinhache anda recorriendo los pueblos con su nueva pareja, el Mutista, también conocido como Perón, Yrigoyen o Einstein.

FIN

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